Una noche más, y ya van más de cien, llega el momento de dedicar un espacio a un compositor excelso como es el caso de Joaquín Turina, un importante referente de la música clásica de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX.
Nuestro protagonista de hoy nace en Sevilla, el 9 de diciembre de 1882, y fallece en Madrid, el 14 de enero de 1949. Contaba con 66 años. Su familia nuclear estaba vinculada a las artes en diferente espectro. Su padre, Joaquín, destacaba en la pintura y su madre, Concepción, integraba un coro de mujeres. Pero aquí hay que decir que el factor biológico de un talento natural asombroso para la música desbordaba cualquier consideración educativa que sus padres pudiesen proyectar. Y así, con cuatro añitos de edad, tocaba con soltura el acordeón (un instrumento difícil de manejar para un niño tan pequeño, pero él se las arreglaba para dejar boquiabiertos a sus familiares, amigos y allegados). Pronto comenzó a recibir sus primeras clases de música en el Colegio del Santo Ángel, siendo el encargado de acompañar al coro de niñas. Una vez iniciados sus estudios generales de bachiller (en aquella España decimonónica estábamos muy lejos de una enseñanza especializada propiamente musical), comienza a estudiar piano con Enrique Rodríguez (se cree que su segundo apellido es Molas, si bien este dato no está confirmado), lo que nos confirma la gran cantidad de aspectos biográficos a investigar de tant@s autor@s pese a la relativa cercanía temporal de la época en la que nos movemos en el “viaje” de hoy). Sí es un dato confirmado que buena parte de los conocimientos de armonía y contrapunto, que serían capitales en sus composiciones, los recibió de Evaristo García Torres (1830-1902), Maestro de Capilla de la Catedral de Sevilla.
Esos conocimientos musicales de piano pronto le dieron seguridad y aplomo para actuar en formación colectiva, creando la agrupación llamada “La Orquestina·”, que fue la primera palanca para darse a conocer como intérprete y también para comenzar su labor compositiva. El verdadero “bautismo de fuego” ante el público llegó en 1897, cuando contaba con apenas 15 años, en la Sala Piazza de Sevilla, donde tuvo el valor de interpretar la Fantasía sobre el Moisés de Rossini del suizo Segismundo Thalberg (1812-1871), que defendió con éxito y así se lo reconoció el público y la crítica. Comenzaba una carrera artística brillante y universal. Pero más trascendente fue el estreno de una obra propia, apenas un mes después, titulada Coplas al Señor de la Pasión, escrita para la Hermandad de Pasión y estrenada en la Iglesia del Salvador con una orquesta de veinte músicos, coro de hombres, tenor y barítono, dirigidos por el propio Turina.
Antes mencionamos que este talento desbordante superaba cualquier previsión o apoyo familiar ya que su facilidad interpretativa iba a irrumpir en la escena artística necesariamente con o sin orientación de sus progenitores. Pero hay que matizar que sus padres fueron decisivos en un momento crítico de su evolución musical: Joaquín empieza estudios de medicina, pero pronto decide apartarse de ellos y dedicarse profesionalmente a la música de la mano de su maestro mentor García Torres, que le persuade a trasladarse a Madrid. Y es aquí el momento clave en el que su padre le apoya incondicionalmente, incluso financiando sus estudios y consignando expresamente en su testamento el deseo de que su hijo dispusiera de su dinero para seguir con su carrera artística. Y, efectivamente, el bueno de Joaquín se va a Madrid en 1902, año en el que cumple 20 años y año en el que el Rey Alfonso XIII alcanza la mayoría de edad para reinar, instituyéndose, precisamente, la Copa del Rey de Fútbol desde 1902 para celebrar tal evento regio.
Los primeros pasos en Madrid fueron en el ámbito interpretativo, donde además aprovechó para perfeccionar su técnica pianística, ya de por sí sólida. Poco después, en 1903, fallecen sus padres y quizás este hecho pudo facilitarle la decisión de salir de España y continuar con su formación en París. Allí va a perfeccionar, ya sí, sus estudios de composición con el francés Vincent D´Indy (1851-1931), presentando en solitario en 1907 su Poema de las estaciones, y casi a la vez, al cabo de una semana, estrena su Quinteto en sol menor en comandita con el Cuarteto Parent, con éxito sobresaliente al punto de ser premiada esta obra en el Salón de Otoño de 1907 (exposición de arte que se celebra anualmente en París desde 1903), prologando su formación compositiva en el Schola Cantorum durante 10 años (se trata de una escuela francesa de música, abierta en París en 1896 y que nació con el fin de difundir y engrandecer la música religiosa).
Hay que destacar un giro trascendente en el ámbito compositivo de Joaquín, en buena medida por el consejo de Albéniz y Falla, a partir del cual comienza a dedicarse a las obras de inspiración española y, en concreto, andaluza, con sus cantos y ritmos característicos.
La Primera Guerra Mundial estalla en 1914 y precipita la salida de Turina de París de nuevo hacia Madrid. Participa como pianista en diversas formaciones como el Cuarteto Francés y el Quinteto de Madrid. Pero su gran éxito en la capital española vino del rol de Director de Orquesta. Como ocurre felizmente con otros grandes intérpretes y compositores clásicos también tuvo Joaquín tiempo para dedicarse a la docencia en el Conservatorio de Madrid. Esa faceta de enseñanza tuvo su proyección editorial en forma de diversas publicaciones como la Enciclopedia abreviada de la Música (1917) y el Tratado de composición (1946).
Desgraciadamente, las guerras persiguen a las personas incluso cuando tratan de apartarse de ellas. Y así en 1936 comienza la Guerra Civil Española durante la que estuvo bajo la protección del Consulado británico, -un español protegido por en su propia tierra por una legación extranjera-, llegando a dedicarle al Cónsul la obra “El Cortijo” (1937).
En la última etapa de su vida también tuvo el arrojo de dedicar parte de su tiempo a la crítica musical en diarios como “El Debate”, “Ya” o el semanario “Dígame”.
La razón de traer a Joaquín Turina a esta sección en la noche de hoy es fundamentalmente porque tiene una importante producción compositiva para guitarra:
Sevillana. Fantasía (1923), Fandanguillo (1925), Ráfaga (1929), Homenaje a Tárrega. Dos piezas (1932), y Sonata en re menor (1930). Precisamente al gran Tárrega le dedicamos aquí un espacio el 2 de noviembre de 2018: Francisco Tárrega y “Su Capricho Árabe” al igual que a Narciso Yepes el 26 de julio de 2019: Narciso Yepes y su guitarra de diez cuerdas, uno de los intérpretes más reputados de las obras de Joaquín Turina para nuestro querido instrumento, compartiendo seguidamente con vosotr@s su interpretación de la Sonata para guitarra de Turina: https://youtu.be/6PzYjsH0ysI.
En esta obra pueden percibirse algunas de las características propias del estilo y de la época de Turina, con una armonía que puede encuadrarse en un marco tonal del post romanticismo, con las funciones de tónica, subdominante y dominante bien diferenciadas, si bien con el sello sofisticado del impresionismo en cuanto a sus técnicas compositivas, con matices de notas añadidas sin resolución para darle un punto especial y original a los acordes. Pese a toda esa aparente armonía diatónica, el autor emplea una gama muy variada de grados nada convencionales en la armonía clásica como el II, el III, el VI o el VII quintas aumentadas o disminuidas, entre otros desarrollos, que nos ponen a las puertas de una sonoridad disonante que comenzaba a tomar cuerpo a medida que se consumía la primera mitad del siglo XX; y todo ello con la peculiaridad de las aportaciones de la música tradicional andaluza y en concreto del Flamenco -ese magnífico estilo de proyección universal que ha coronado a la Guitarra Española en la cúspide instrumental-, y también de otros ámbitos geográficos españoles, lo que también influye para que Joaquín Turina sea considerado un exponente del nacionalismo musical español.
Ha sido un placer, querido Joaquín, leer y escuchar sobre tu monumental obra musical. Has dignificado este arte y lo has conocido desde múltiples facetas: intérprete, compositor, director, docente, escritor o crítico, y más de 70 años después de que nos dejases, tu legado sigue siendo influyente, materia de estudio felizmente necesaria para las nuevas generaciones que pueden encontrar en tu obra una inspiración para innovar y hacer evolucionar al arte. Tus reconocimientos son más que merecidos: Hijo predilecto de la ciudad de Sevilla (1926), Premio Nacional de Música (1926), Académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1941), Gran Cruz de Alfonso X el Sabio del Conservatorio de Música de Madrid (1942), entre otros, felizmente recibidos en vida. Y aunque es cierto que no pudiste ver estrenada tu ópera La Sulamita, -basada en un libro de Pedro Balgañón- pese a los anhelos de tu padre, te encantará saber que en pleno siglo XXI existen en Madrid, la ciudad troncal de tu trayectoria musical, calles, colegios de educación primaria, institutos de educación secundaria y conservatorios profesionales de música que llevan tu nombre, al igual que festivales de música de cámara que conmemoran tu legado artístico. Menos mal, querido Joaquín, que no volcaste tu talento y esfuerzo en la medicina, pese a que estoy seguro de que habrías sido un gran profesional, pero la vida te reservaba una partida de cartas apasionante para triunfar como lo hiciste en el arte de la música. ¡Bravo maestro!