Nos aproximamos al final de este año 2018, casi “tocando” Las Navidades, y no se me ocurre mejor guitarrista sobre el que hablar que Riley King, mundialmente conocido como B. B. King. Nuestro músico norteamericano nace en Itta Bena, Mississippi en 1925 y fallece, próximo a cumplir los 90 años, en 2015 en Las Vegas (Nevada). Desde los ocho años trabajó en una plantación de algodón en la que le pagaban (¡atención!) 35 centavos por cada 50 kilos de algodón que recogía. Pese a que habían pasado más de 50 años desde la abolición de la esclavitud por Abraham Lincoln algunas cosas estaban lejos de superarse (y hasta hoy están lejos de superarse, basta comprobar que niños de esta edad trabajan en la actualidad en las minas del coltán).

Influido, cómo no, por la música góspel y aquellos discos de blues de Blind Lemon, Jefferson, T-Bone Wlaker o Lonnie Johnson que su tía llevaba a casa, Riley se sintió hechizado por la música, consiguiendo hacerse con su primera guitarra a los catorce años, por lo que no fue un guitarrista precoz, pero ¡Qué guitarrista! La guitarra era una Stella que ni siquiera tenía tamaño normal sino que, a semejanza de los instrumentos de arco, se trataba de una guitarra tres cuartos, de 15 dólares (hablamos de finales de los años treinta del pasado siglo pero para el bueno de King su compra se correspondía con un mes de trabajo en la plantación). Posteriormente ya tuvo una guitarra acústica Gibson, a la que le acopló una pastilla, para acabar tocando -por poco tiempo- una Fender Telecaster, si bien ya desde finales de los años 50 su guitarra fue la Gibson ES-335, con diferentes variaciones (una de ellas la de disponer de caja cerrada, sin agujeros en f, para reducir los acoples incontrolados), apostando igualmente por esta marca en sus amplificadores.

Las iniciales “B.B.” las adquirió al comienzo de su carrera, al concederle dentro de un espectáculo un espacio de diez minutos como disc-jockey sin paga, nominándolo como “el Blues Boy de Beale Street”, que acabó minimizado en B. B.

Dos de los guitarristas que influyeron en su música fueron Charlie Christian y Django Reinhardt -alguna tarde glosaremos a este último-, y pese a que sea común asociar a Riley King al Blues no puede pasarse por alto que su música está por momentos también maridada con un estilo limpio y melódico más propio del jazz.

Llama la atención que B.B. King sea un guitarrista exclusivamente solista -de hecho, no conozco ninguna trayectoria de un solista tan puro como él-, y no tenía rubor en reconocer que apenas conocía los acordes más básicos y que, en realidad, los ritmos no le salían bien. Seguramente, querido King, lo que quisiste decir es que eras tan espectacular con los solos como para ponerte a estudiar un La treceava o un Sol menor sexta…, pero, sí, bromas aparte, puede que hubiese algo en King que no empatizase con el ritmo puesto que tampoco cantaba a la vez que tocaba. Y es que cada vez que tocaba sus solos y dejaba de cantar, era su guitarra “Lucille” quien le relevaba en la tarea, comentario que puesto de manifiesto a King lo consideró un gran cumplido. Y por supuesto que lo era, ser capaz con su estilo maxi expresivo, forzando o acentuando -en ocasiones- una sola nota sin perder el control, y hacer las veces de una voz resulta una difícil misión, que este guitarrista era capaz de hacer con naturalidad, al ejecutar las notas, poniendo énfasis en modularlas con sentimiento en detrimento de una velocidad efectista y vacía.

Y ya que hablamos de Lucille no podemos dejar sin contar la historia que dio lugar a su nombre. Resulta que en 1949, en un concierto en Arkansas se produjo un incendio y todo el mundo escapó, incluido King, que se dio cuenta que había dejado la guitarra allí y regresó a tiempo de salvarla. Como el incendio se originó por una pelea relacionada con una chica llamada Lucille, B.B.King llamó a su guitarra por ese nombre.

Su principal aportación creativa como guitarrista es la técnica de vibrato (que se traduce en mover el dedo de la mano izquierda, el que fija la nota, a lo ancho de la cuerda en vez de hacerlo a lo largo). También resulta interesante su técnica para forzar notas simulando el sonido bottleneck (efecto slide), muy característico también del Rock.

Su primer disco se publicó en 1949 (cuando contaba con 24 años), titulado “Miss Martha King”, si bien su primer éxito fue la canción de 1950 “Three O´Clock Blues”. Pese a que a King le gustaba su trabajo “Indianola Mississippi Seeds”, probablemente su álbum de mayor calidad fuese “Live at the Regal” en 1964, sin dejar de mencionar otros dos grandes trabajos: “Alive and Well” y “Completely Well”, ambos de 1969. A lo largo de su carrera ha grabado más de cincuenta álbumes.

Mi primer contacto con la música de King no puedo precisarlo y seguramente es porque siempre ha estado presente en todo lo relacionado con el Blues, pero sí recuerdo que cuando comencé a aprender a tocar las estructuras típicas de este estilo musical (con 15 años), asentadas en tres acordes básicos o séptimas en los grados I, IV y V de la tonalidad, esto es, tónica, subdominante y dominante, su nombre fue uno de los primeros a recordar. Y una vez que me adentré en las escalas pentatónicas (escala diatónica sin los grados IV y VII), tan esenciales en el Blues y el Rock, su forma de tocar siempre fue una referencia, por más que en mi caso el Blues lo consideraba como un “predoctorado” para llegar a un “doctorado” que era el Rock, seguramente podría darse la vuelta al argumento pero lo cierto es que el Rock deriva en buen medida del Blues. Y abundando en las escalas pentatónicas, precisamente por su simplicidad, al desaparecer dos notas críticas para armonizar como son el cuarto y séptimo grado de la escala convencional, hay que decir que empastan perfectamente en estructuras rítmicas de acordes mayores o séptimas sobre los que se construye el Blues y el Rock. La primera vez que grabé un sólo propio en tono de Mi Mayor en una secuencia de los 3 acordes básicos (de forma artesanal con un radio caset), quedé sorprendido, al escuchar la mezcla, de lo bien que ensamblaba la escala de Mi mayor pentatónica, prácticamente improvisada aunque respetando las cinco notas integrantes.

B.B. King estuvo prácticamente en activo hasta su fallecimiento, siendo un músico que era capaz, con una ya respetable edad, de dar 300 galas al año. A uno de ellos celebrado en el Palacio de los Deportes de Gijón el 20 de julio de 1997 tuve la oportunidad de asistir y disfrutar de su talento en un concierto en el que compartió escenario con el extraordinario guitarrista español Raimundo Amador, y recuerdo que, pese a que la iniciativa la llevaba más bien King, transmitían una química interpretativa compacta que tuvo continuidad en más conciertos: garra y raza flamenca mezclada con una música tan melancólica y auténtica como es el Blues.

Un mal día, en un concierto en octubre de 2014 el músico se desfalleció, e inició un camino sin retorno de deterioro de su estado de salud hasta fallecer en mayo de 2015, dejando “huérfana” a su guitarra Lucille, que otr@s la podrán tocar mejor o peor pero nunca la tocarán igual. Se fue un músico con todas las letras que si bien podría parecer primario en conocimientos por su peculiar manera de entender la guitarra como un instrumento solista y no profundizar en su armonía, lo cierto es que su talento y trabajo le permitió tocar varios instrumentos, aprender a leer música y convertirse en musicólogo, a lo que contribuyó su interés por diferentes estilos musicales, llegando a disponer de una colección de discos superior a 30.000, que iba recopilando desde su pasión juvenil como disk jockey.

Ese pequeño niño que trabajaba en la plantación por apenas medio dólar diario consiguió un reconocimiento universal y bien merecido, puesto que su disposición a participar en conciertos durante tantos años acercó su música a buena parte de rincones de todo el mundo, agrandado su leyenda como el Rey del Blues, uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos. Como él dijo: “¿Sabes qué me hace más feliz que nada? Dame seis cuerdas y seré feliz”. “Lo maravilloso de aprender es que nadie puede arrebatárnoslo”.